Cuando mi hija me habla de sus cosas, apenas la escucho. Podría hacerlo, pero estoy cansado y las tortuosas cabilaciones de una niña de 10 años pueden ser tremendamente aburridas. Sé que lo hago mal. Quizás estoy harto de educar, de intentar ser un padre perfecto en este caos de imperfección. Quizás me compliqué demasiado cuando me propuse ser un padre igualitario.
Mis principios, mi sentido de la equidad y de la justicia, me llevaban ineludiblemente a sentirme feminista. Así que cuando en esta crisis de paternidad miro a mi alrededor y me planteo si no soy un imbécil por decidirme a ser un padre dedicado, me estoy fallando. A fin de cuentas, las madres no se proponen si serán madres a tiempo completo; ya saben que ser madre supone serlo.
Yo siempre pensé que podría ser difícil, pero que podría conseguirlo. Me veía capaz de dar biberones, de cambiar pañales, de hacer el payaso, de contar cuentos, de quedarme noches en vela poniéndoles el termómetro, de ir a hablar con sus profes, de ayudarles con los deberes, de charlar con ellos para explicarles las verdades de la vida... Pero no contaba con que todo ese lote estaba envuelto en un mismo paquete que se llamaba “renunciar a tu vida”.
Cuando mi hija era pequeña, era duro, pero maravilloso. No dejaba de ser un placer e incluso una diversión criar a una niña de uno, dos, tres, cuatro años. Podía ser cansado, pero era admisible y gratificante. Tenía que renunciar en alguna medida a mis inquietudes, a mis ilusiones, a mi vida, pero quedaba claramente compensado y además lo compartía con una mujer maravillosa.
La complicación llegó con el segundo hijo, con los celos de la primera hija, y el aumento exponencial del tiempo de dedicación a la familia; cuando entre el tiempo de trabajo remunerado y el tiempo de dedicación al hogar apenas queda tiempo para dormir mal y se vive en un continuo estado de somnolencia.
Cuando tu vida social se reduce a saludar a los padres y madres de los compañeros de tus hijos.
Cuando tu vida profesional se ve afectada porque te toca a ti llevar al niño al médico o porque renuncias a un curso en Madrid porque no puedes compatibilizarlo con tu familia.
Cuando tus amigos o familiares ven excesiva tu dedicación.
Y sobre todo y por encima de todo, cuando tus inquietudes, tus ilusiones, tu afán de ser protagonista en algo, son postergadas al trastero, junto con todo aquello que algún día, si la vida lo permite, podrás desenpolvar, quizás ya demasiado viejo para ser recuperado.
Estoy cansado. Ya no soy el padre que quise ser. Ha llegado un momento en el que por detrás del enorme cariño que les tengo, que no he perdido, existe una desgana inevitable de dedicarles un minuto más de tiempo. Me deshago con sus besos, con sus abrazos, con sus sonrisas, con sus manos en las mías, con sus “te quiero”, pero el egoismo con el que fui educado no quiere darles más tiempo. Así que les sigo dando mi tiempo, pero más por principios que por ilusión, más por compromiso que por cariño, más por responsabilidad que por deseo. Y el tiempo que les dedico se convierte en algo obligatorio e insípido. Me duele ver que ellos lo notan, que se rebelan contra mi y ante la rebeldía yo reacciono irritándome y ofuscándome. Y esto hace que sienta que estoy fallando como padre, cerrando un circulo vicioso.
Jamás imaginé que ser un hombre igualitario, un padre responsable, una persona justa, me llevaría a anular mi protagonismo en cualquier otra faceta. Y lo peor de todo es que creo que aun no he conseguido llegar al 50% de dedicación de tarea familiar que me corresponde. No, no me pregunten a qué renuncia mi mujer.
Revista Digital Hombres igualitarios. Ahige.Año 2 Numero 12 22 de Enero 2009
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