Cualquiera que haya intentado indagar en la subjetividad desde un sondeo incesante de la experiencia personal, analítica o literaria ha debido toparse con pautas internalizadas con relación al género, difíciles de ver y modificar.
Rescato así la pertinencia y la actualidad del diálogo literatura-psicoanálisis, la travesía deconstructiva entre un oficio y otro, siempre en busca del instante del hallazgo. Escribo a través de la lectura, leo a través de la escritura y lo hago desde un lugar de asombro, de alerta y de desasimiento, en dirección a un rescate de la imaginación radical. Apunto a abrir visibilidades que permitan interrogar las lógicas jerarquizadoras de las diferencias de sexo, planteadas como desigualdad, como modo de desafíar los vaticinios que decretan la muerte del psicoanálisis.
Tanto el psicoanálisis como la literatura conservan su vigencia en tanto se saben productos históricos, pero ninguno abandona la ilusión de atravesar las propias cegueras y abrirse a nuevas posibilidades liberadoras. Ambos buscan fundar condiciones para la producción de nuevos significados y romper amarras con las significaciones dominantes. Bucear en las conexiones profundas entre ambos oficios significa, pues, introducirse en un mundo que se expande desde el silencio y la oscuridad de la experiencia vivida, tal como lo reflejan los personajes femeninos de escritores, los personajes masculinos de escritoras y viceversa. Los textos literarios muestran la condición de género con una plasticidad que los estudios teóricos difícilmente logran reflejar.
El título de este escrito: Géneros en obras, abre hacia dos vertientes. Por un lado, refleja una concepción del género como una construcción cultural en movimiento, no homogénea, de reescritura constante y profundas implicaciones. El género es aquí considerado como un dispositivo de enunciación que circula socialmente. Por otro lado, dirige la mirada hacia algunas formas de vida femeninas y masculinas, tales como se reflejan en algunos fragmentos de textos uruguayos de la última década, tiempo de crisis de los grandes relatos. Se trata de una invitación a indagar sobre sus enunciados, de sostener una pregunta por los supuestos que se esconden detrás de nuestras creencias, por lo ilógico que orienta nuestros actos.
¿Cómo reflejan los personajes literarios sus padecimientos específicos de género? ¿Qué diversidades y persistencias modulan esas historias? ¿Qué ha aportado la revolución informática a la liberación de las opresiones de género? ¿Qué nuevos sentidos han arrojado las vacilaciones y transformaciones de género en la literatura uruguaya? ¿Qué modos de sexuación y subjetivación promueve este fin de siglo? ¿Hasta qué punto se ha debilitado el poder patriarcal?
Los fragmentos escogidos describen un abanico de voces que hablan de impulsos de exploración, de repliegues de gozo y sufrimiento. En algunas narraciones se despliega un sentido de búsqueda desmistificadora de un mundo lleno de respuestas típicamente masculinas. Son textos cargados de una atmósfera de sensualidad y desolación, de palabras calladas, que recrean los códigos sociales implícitos de un patriarcado naturalizado, tales como La limpieza es una mentira provisoria, donde Marisa Silva alude al típico lugar periférico de los padres y esposos (fenómeno que arraiga en la Revolución Industrial) con la correspondiente “vocación maternal” del ama de casa agobiada, insatisfecha y aislada de la esfera pública. Silva roza indirectamente el tema de la conyugalidad como lugar de restricción de la sexualidad de las mujeres y la preeminencia de la vida hogareña, tan presente en los discursos feministas de los 70, desde una subjetividad avasallada que busca afirmarse a través del placer íntimo de los mínimos gestos cotidianos. El mundo público de poder de los hombres se corresponde con un mundo de ausencia y de falla en la esfera privada.
“…Cuando llega. Cuando puede. Cuando algo fuera puede quedar sin él. Una cita impostergable de trabajo, una reunión, una mesa de amigos, una mujer tal vez, lo mismo da. Dentro todo puede quedarse sin él. Total, la noche es tan abrupta, tan después del día, la noche es lo que viene después de las oficinas, de los bancos, de los mandados, de la cola para pagar el agua que gastas de noche, del médico, de los ómnibus, de guardar las túnicas, de corregir los deberes, de los contratos, de hacer la comida, después viene, después. A la noche la inaugura el informativo que miras de reojo entre la preparación de la cena y los cuentos de la escuela y el teléfono y. Tres. Cuatro. A veces cuatro.”
En otros textos es posible vislumbrar una estética que ilumina y a la vez relativiza algunas continuidades con pautas y desigualdades de género. Si las mujeres se presentan como víctimas de los intereses machistas, el personaje habla desde esa misma posición. “Soy un imbécil -afirma con toda contundencia el protagonista de Seis vida mía, de Rafael Curtoisie-. ...Mi mujer me dejó. Teníamos una pequeña cuenta bancaria a nombre de los dos....firmó y retiró todo, se llevó el saldo total de la cuenta….Elisa es alta (se llama Elisa). Me lleva por lo menos una cabeza de ventaja…No tenemos hijos. Si los tuviéramos no sabría qué hacer con ellos. Probablemente me los hubiera dejado. No creo que, de tenerlos, hubiera fugado con sus hijos…Elisa se ligó las trompas poco antes de casarnos, cuando empezamos a salir regularmente…Yo, en cambio, hubiera querido procrear, tener familia.” El personaje, alejado de aquel hombre prototípico de la Modernidad, orientado básicamente hacia el poder y el reconocimiento público, se define sin embargo en negativo, se juzga a sí mismo de acuerdo a los parámetros masculinos tradicionales. Si bien el relato parece alejarlo de los rasgos convencionales, éste puede leerse también como una parodia del discurso dominante, que no llega a desarticular la visión habitual de lo que un hombre debería hacer. La diferencia de sexos sigue siendo pensada como defecto, como grieta y como desazón.
El género puede surgir como algo que está en aire pero que se abre a una multiplicidad de universos de referencia y de potenciales devenires, algo que tiende a borrarse entre los límites cada vez más difusos de la complejidad, como lo sugiere el protagonista de la novela Derretimento, de Daniel Mella: “Algunas parejas se ponen a bailar, al compás de la música de una pequeña orquesta situada cerca de mí. Miro las pantorrillas hipertrofiadas de algunas mujeres, de tanto andar de tacos. Algunas amigas de Héctor lo invitan a bailar, pero él se niega. Pero yo ya no miro a los que bailan, alegre, animadamente, sino que me concentro en todos aquellos que, además de Héctor, miran absortos el fondo de sus vasos.” Lo masculino aparece como pasividad. En contraste con las reconocibles y reductoras referencias de género, predomina la descripción del turbulento mundo interior del protagonista, una punzante experiencia de dolor y desgarro que se juega en otro territorio existencial: el de la vida y la muerte.
Otras veces, las representaciones de género parecen disolverse mutuamente en la escena privilegiada del (des)encuentro amoroso. Si es que hubo heterogeneidad, si es que hubo encuentro, sólo se sabrá con posterioridad a cada experiencia de alteridad. Como si aquellas viejas pero no gastadas palabras de Simone de Beauvoir “No hay más diferencia entre un hombre y una mujer que entre dos hombres entre sí o entre dos mujeres entre sí” nos ofrecieran aún la posibilidad de construir un universo de valores múltiples. El narrador de “El ojo en el espejo”, un hombre que se enamora de otro, despeja otro rincón de las paradojas amorosas: el de las diferencias de edad. “Yo necesito matarte, Gino, con la más difícil e incomensurable de las muertes. La muerte de matarte dejándote vivir adentro tuyo y en la vida de los otros, pero nunca más en la mía....Dejándote vivir del otro lado de eso que no tiene nombre y que es mejor que no lo tenga, algo en mí se erguirá más fuerte, y recuperará el dominio anterior a nuestro primer encuentro...Necesito matarte para continuar viviendo. La impune juventud de tu piel me aterra tanto como me aterra cualquier sustancia que pudiera producir dependencia o adicción. Sé que si tuvieras mi edad, por ejemplo, no necesitaría arrebatarte nada, menos la vida, porque la edad que tengo y que tendrías, no produce dependencia, ni impulsa a nadie a abrir los cajones más íntimos, aunque creas que sí”
Surgen personajes con identidades más fluidas, de mayor autonomía o ductilidad con relación a las prescripciones de género, con mayores posibilidades de advenir como sujetos deseantes. Las posiciones subjetivas simbólicas permiten la circulación de la diferencia. La gestión de las diversidades de género requiere de un relato de experiencias donde la singularidad haga estallar una y otra vez las categorías universales. La fusión de identidades de género aparece insinuada en la escena de travestismo de “El viaje”, novela de Peri Rossi: “Vestida de varón, con la mirada azul muy brillante, acentuada por la línea oscura que dibujaba los ojos, las mejillas empolvadas y dos discretos pendientes en las orejas, era un hermoso efebo el que miraba a Equis y se sintió subyugado por la ambigüedad. Descubría y se desarrollaban para él, en todo su esplendor, dos mundos simultáneos, dos llamadas distintas, dos mensajes, dos indumentarias, dos percepciones, dos discursos, pero indisolublemente ligados, de modo que el predominio de uno hubiera provocado la extinción de los dos.”
El tono de un fragmento narrativo de Burel es de desconcierto. La mujer aparece representada como sujeto y objeto de maltrato, a través de un estilo engañosamente apacible, por el que se filtran sentimientos inquietantes, misteriosos, tales como el miedo y la pasión. La diferencia, parecería indicar, no pasa por ser hombre o ser mujer, sino por quién ha estado más enamorado.
“...La obsesiva imagen de una muchacha arrastrada de los cabellos hacia una camioneta- así la describió un vecino, veintisiete semanas después, en una rápida conversación de boliche- lo atormentaba, considerando sobre todo aquel cuerpo frágil que tantas veces había recorrido con manos, labios y sus propios cabellos en el atardecer de cualquier día en el apartamento. Por eso, cuando descubrió que por entonces ya no vivía con la tía, y que la habitación que tomaban prestada no era otra que la de ella y el otro, el misterioso dueño de aquel aparentemente perfecto refugio, la ternura se le deshizo como el terrón de azúcar que se humedece de a poco con el café. No sintió ira, ni lástima, ni decepción: sólo la estúpida incomodidad del que participa en una conversación sin entenderla”. El extrañamiento que acompaña siempre la fragilidad de las apariencias aporta una tensión que le confiere densidad psicológica a los personajes de Burel.
Quizás un rasgo característico de la reciente narrativa uruguaya sea la presencia de la soledad de los hombres y de las mujeres. La soledad puede ser excesiva e injusta, parece sugerir Helena Corbellini, “...tropecé con que mis hijos son más grandes/ tropecé con mi cumpleaños como ocurre/ cada vez que es verano y el sol quema un recuerdo/ tropecé/cada día con la soledad que me dejaste/¿no tenías algo mejor para dejarme?”
Pero el rescate de la soledad puede radicar en conservar la imaginación, como lo hace el protagonista de La caminata infinita: “El hombre, termo y mate en mano, se paró y comenzó a caminar en dirección al punto. El punto, termo y mate en mano, comenzó a caminar en dirección al hombre. Cada tanto, hombre y punto, punto y hombre, según de donde partiera la vista, paraban para cebarse un mate”.En esta última década nos hemos alejado de los discursos esencialistas que sirvieron para sostener las desigualdades sociales y políticas entre hombres y mujeres. El tema es amplio y este escrito pretende apenas invitar a asociaciar, recordar, sentir y pensar. Se trata de una convocatoria a un trabajo de articulación entre el campo del deseo y el de la literatura. Es precisamente la permeabilidad al cruce de lenguajes la que nos permitirá continuar en este camino de reflexión incesante.
Rasia Friedler
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