El lenguaje no es inmutable ni un patrimonio exclusivo de gramáticos, filólogos y académicos. Como decía hace ya casi un siglo el padre de la lingüística contemporánea, Ferdinand de Saussure, “la lengua es algo demasiado importante como para dejársela a los lingüistas”. La lengua es y debe ser de la gente que la usa. Y por ello está sujeta a cambios y la voluntad de quienes la utilizan cada día para entenderse y nombrar el mundo. De igual manera que se incorporan al diccionario y al uso lingüístico de las personas tantas y tantas palabras procedentes de otras lenguas y de jergas específicas, como el habla de adolescentes y jóvenes o el argot de la informática, es posible también incorporar palabras y usos del lenguaje que incorporen a las mujeres y su derecho a las palabras y a ser nombradas en pie de igualdad con los hombres. No deja de ser significativa que a menudo quienes se ofenden en defensa de la pureza del lenguaje cuando se nombra en femenino algún oficio de tradición masculina (jueza, médica…) sin embargo utilicen en castellano sin ningún pudor ni continencia palabras como “resetear”, “chatear” o “e-mail”.
Aprender a usar el lenguaje en masculino y femenino no sólo es deseable sino también posible. Un ejemplo basta para confirmarlo. Hace algún tiempo una maestra de educación infantil me contaba la siguiente anécdota:
“Desde el primer día de clase uso el lenguaje en masculino y en femenino, designo por igual a los niños y a las niñas o utilizo términos que incluyan a ambos sexos. Pero un día, ya casi al acabar el curso escolar, cuando faltaban unos minutos para concluir la jornada, viendo que el aula estaba bastante desordenada dije en voz alta:
- Niños, hay que recoger las cosas y guardarlas en los armarios antes de irse a casa.
Y, en efecto, los niños se levantaron y ordenaron el aula mientras las niñas permanecían sentadas en sus pupitres. ¿Qué había pasado? Las niñas, al estar acostumbradas a que yo las aludiera en femenino, no se habían sentido apeladas cuando de una manera espontánea e inconsciente utilicé el masculino niños como genérico. Por tanto, no es cierto que lo femenino esté incluido de una manera natural e inevitable en lo masculino sino que se nos ha educado en la idea de que eso es así pero yo creo que es posible educar de otra manera y este ejemplo así lo demuestra”.
Otra educación lingüística
La lengua castellana, como la inmensa mayoría de las lenguas, tiene abundantes recursos a la hora de nombrar (y por tanto de hacer visible en el uso del lenguaje) la diferencia sexual entre mujeres y hombres. La coincidencia en ocasiones entre el género gramatical y el género sexual (niñas/niños) suele traer consigo el uso habitual del masculino para denominar tanto a hombres como a mujeres con lo que se acaba excluyendo a éstas en la designación lingüística y aquéllos acaban siendo los únicos sujetos de referencia. Frente a esta situación, fruto de los hábitos lingüísticos de las personas y de algunas estructuras gramaticales de la lengua, es urgente ir construyendo otras formas de decir que incorporen a las niñas, a las chicas y a las mujeres al territorio de las palabras.
La existencia de términos genéricos tanto masculinos como femeninos que incluyen a los dos sexos (”el ser humano”, “el profesorado”, “la ciudadanía”, “las personas”, “la gente”, “el electorado”…) hace posible designar simbólicamente a unos y a otras sin ocultar a nadie. En otras ocasiones, es posible especificar el sexo de las personas nombrando en masculino y en femenino (“mujeres y hombres”, “niñas y niños”…). Otros recursos disponibles son los términos abstractos (”tutoría” en vez de “tutores”, “dirección” en vez de “directores”, “asesoría” en vez de “asesores” …) o el uso de la primera persona del plural, del ustedes (en vez de vosotros y vosotras) o de las formas impersonales de tercera persona que evitan la distinción de género gramatical (véase Maneras de nombrar con equidad). Conviene en fin afilar las armas de la crítica ante el uso asimétrico de algunas formas de tratamiento (”señorita” en vez de “señora”, independientemente de su estado civil) o ante el empleo exclusivo y excluyente del masculino en los documentos administrativos y comerciales (”firma del cliente”, “el titular”, “el solicitante”…).
La educación debería contribuir a evitar cualquier forma de discriminación por razón de sexo, grupo social, origen étnico, raza o creencia. En este contexto, urge una educación lingüística que fomente los conocimientos, las habilidades y las actitudes que hacen posible el aprendizaje de una ética lingüística que evite el influjo de los prejuicios culturales, los estereotipos sociales y sexuales y las inercias expresivas en las maneras de hablar y de escribir de las personas (véanse algunas sugerencias de trabajo en El uso del lenguaje en el centro escolar). De esta manera la educación contribuirá a una mayor conciencia en torno a las desigualdades sociales que se construyen a partir de la diferencia cultural y sexual y a alimentar la esperanza de que otro mundo es posible y deseable.
Aprender a usar el lenguaje en masculino y femenino no sólo es deseable sino también posible. Un ejemplo basta para confirmarlo. Hace algún tiempo una maestra de educación infantil me contaba la siguiente anécdota:
“Desde el primer día de clase uso el lenguaje en masculino y en femenino, designo por igual a los niños y a las niñas o utilizo términos que incluyan a ambos sexos. Pero un día, ya casi al acabar el curso escolar, cuando faltaban unos minutos para concluir la jornada, viendo que el aula estaba bastante desordenada dije en voz alta:
- Niños, hay que recoger las cosas y guardarlas en los armarios antes de irse a casa.
Y, en efecto, los niños se levantaron y ordenaron el aula mientras las niñas permanecían sentadas en sus pupitres. ¿Qué había pasado? Las niñas, al estar acostumbradas a que yo las aludiera en femenino, no se habían sentido apeladas cuando de una manera espontánea e inconsciente utilicé el masculino niños como genérico. Por tanto, no es cierto que lo femenino esté incluido de una manera natural e inevitable en lo masculino sino que se nos ha educado en la idea de que eso es así pero yo creo que es posible educar de otra manera y este ejemplo así lo demuestra”.
Otra educación lingüística
La lengua castellana, como la inmensa mayoría de las lenguas, tiene abundantes recursos a la hora de nombrar (y por tanto de hacer visible en el uso del lenguaje) la diferencia sexual entre mujeres y hombres. La coincidencia en ocasiones entre el género gramatical y el género sexual (niñas/niños) suele traer consigo el uso habitual del masculino para denominar tanto a hombres como a mujeres con lo que se acaba excluyendo a éstas en la designación lingüística y aquéllos acaban siendo los únicos sujetos de referencia. Frente a esta situación, fruto de los hábitos lingüísticos de las personas y de algunas estructuras gramaticales de la lengua, es urgente ir construyendo otras formas de decir que incorporen a las niñas, a las chicas y a las mujeres al territorio de las palabras.
La existencia de términos genéricos tanto masculinos como femeninos que incluyen a los dos sexos (”el ser humano”, “el profesorado”, “la ciudadanía”, “las personas”, “la gente”, “el electorado”…) hace posible designar simbólicamente a unos y a otras sin ocultar a nadie. En otras ocasiones, es posible especificar el sexo de las personas nombrando en masculino y en femenino (“mujeres y hombres”, “niñas y niños”…). Otros recursos disponibles son los términos abstractos (”tutoría” en vez de “tutores”, “dirección” en vez de “directores”, “asesoría” en vez de “asesores” …) o el uso de la primera persona del plural, del ustedes (en vez de vosotros y vosotras) o de las formas impersonales de tercera persona que evitan la distinción de género gramatical (véase Maneras de nombrar con equidad). Conviene en fin afilar las armas de la crítica ante el uso asimétrico de algunas formas de tratamiento (”señorita” en vez de “señora”, independientemente de su estado civil) o ante el empleo exclusivo y excluyente del masculino en los documentos administrativos y comerciales (”firma del cliente”, “el titular”, “el solicitante”…).
La educación debería contribuir a evitar cualquier forma de discriminación por razón de sexo, grupo social, origen étnico, raza o creencia. En este contexto, urge una educación lingüística que fomente los conocimientos, las habilidades y las actitudes que hacen posible el aprendizaje de una ética lingüística que evite el influjo de los prejuicios culturales, los estereotipos sociales y sexuales y las inercias expresivas en las maneras de hablar y de escribir de las personas (véanse algunas sugerencias de trabajo en El uso del lenguaje en el centro escolar). De esta manera la educación contribuirá a una mayor conciencia en torno a las desigualdades sociales que se construyen a partir de la diferencia cultural y sexual y a alimentar la esperanza de que otro mundo es posible y deseable.
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